13/02/2017

Dore Ashton entra en la Historia

Comisaria de ‘À rebours’, una muestra emblemática que organizamos en el Centro Atlántico de Arte Moderno, me unió a ella una gran amistad y siempre compartí su mirada transversal sobre el Arte

Con profundo pesar, he recibido la noticia de la muerte de Dore Ashton, el pasado 31 de enero, en su legendaria casa neoyorquina del East Village, que acogió, durante décadas, a destacados intelectuales y artistas contemporáneos, dos facetas que ella consideraba inseparables. La conocí a comienzos de los años sesenta, durante mi residencia en Nueva York, y desde entonces nos ha unido una estrecha amistad. Recuerdo que mis primeras noticias sobre ella fueron a raíz de mi exposición en Washington, en la Gress Gallery, dirigida por Beatrice Perry, quien sería siempre mi gran valedora en Nueva York.

Desde muy pronto, encontré en Dore Ashton una gran receptividad y empatía, y a una profesional, sobre todo, muy rigurosa e independiente en sus criterios sobre arte. Estaba dotada, además, de una curiosidad especial, un interés transversal, que la hacía definirse como una amateur, e, incluso, “turista de las artes”. No es ninguna exageración señalar que Dore Ashton ha sido uno de los pilares ineludibles de la historia, la teoría y la crítica de arte de la segunda mitad del siglo XX; y lo es, incluso, para el ámbito hispano, del que se ocupó con devoción, además de tener cierto conocimiento del castellano.

[caption id="attachment_825" align="alignleft" width="228"]Catálogo de la exposición 'À rebours' Catálogo de la exposición 'À rebours'[/caption]

Autora de más de 30 volúmenes sobre arte, doctora por la Universidad de Harvard y catedrática de Historia del Arte en la Cooper Union de Nueva York, además de docente de la Universidad de Yale, cuando la conocí era ya toda una institución en el ámbito artístico, pese a su relativa juventud. Musa y amiga de los grandes representantes del Expresionismo Abstracto, de la célebre New York School –que aglutinaba a artistas emblemáticos, como Rothko, Philip Guston, De Kooning o Pollok-, ejercía la crítica de arte en The New York Times. Lo primero que me llamó la atención es, como digo, la transversalidad de su mirada; su peculiar manera de concebir las artes plásticas coincidía con lo que, para mí mismo, personalmente, sigue siendo una necesidad ineludible: la visión integral e integradora de las diversas artes. En su libro Una fábula del arte moderno, por ejemplo, un título con el que homenajea expresamente a Balzac, coteja las artes plásticas con la música y la poesía, como si fueran caras de un mismo poliedro irreductible. Ahí dialogan, por ejemplo, Rilke con Picasso y Cezanne, o, profundizando aún más, muestra lo indisociable de la obra de Arnold Schönberg como compositor, teórico de la música y pintor. Lo dijo siempre con una claridad meridiana: “Yo creo que todas las artes proceden de las mismas fuentes. Unos pintan, otros escriben y otros componen música, pero las fuentes son las mismas”.

Ashton dedicó generosas y sutiles páginas al estudio del arte contemporáneo español, en un arco temporal tan dilatado como el que va, por ejemplo, desde Picasso a Barceló. En un principio, la motivó, tal vez, el manifiesto influjo que reconocían algunos de los expresionistas de la Escuela de Nueva York de la obra de españoles, especialmente la del propio Picasso o la de Joan Miró. Pero lo cierto es que dedicó una atención impagable a algunos de los miembros del Grupo El Paso, como Manolo Millares, Saura o a mí mismo, y del movimiento Dau al Set, especialmente Tàpies. También sentía predilección por algunos escritores y pensadores españoles, como Baltasar Gracián o Antonio Machado, de los que solía incluir citas en sus estudios sobre nuestras obras. Recuerdo que hablábamos, sobre todo, de nuestra común admiración hacia el pensamiento de José Ortega y Gasset. Ella consideraba `La deshumanización del arte´ uno de sus libros de cabecera, y le daba a la célebre sentencia “yo soy yo y mis circunstancias” un sentido muy singular, aplicado al universo de los artistas. “Mis circunstancias” eran, justamente, según su interpretación, el contexto cultural, literario, filosófico, ideológico y hasta psicológico y afectivo del que se nutre el artista. Recuerdo que asintió, entusiasmada, cuando le trasladé una idea de Ortega que a mí me quedó grabada en mi juventud, y que ha constituido un lema cada vez que me he enfrentado a un nuevo proyecto escultórico: Es la obra de arte la que busca al artista, y no a la inversa. Cuando creamos algo, ya sea en música, poesía o en cualquier arte plástica, sucede que ese motivo estaba aguardando por nosotros. Somos creados, en realidad, por nuestras propias creaciones…

Por supuesto, ella leía críticamente al filósofo, combatiendo su desalentadora conclusión de que el arte estaría necesariamente “condenado a la ironía". Ashton objetaba, a este respecto, que, aunque es cierto que en la posguerra proliferaron los artistas víctimas de la erosión espiritual de la ironía, también hubo otros que escaparon a esa sombría perspectiva, y adoptaron una actitud positiva en la tradición de los inicios de la modernidad. Particularmente, siempre me interesó esa visión del arte como resistencia que ella promulgaba, frente a las rupturas gratuitas y modas espurias. Creo que estaba imbuida por lo que su íntimo amigo Octavio Paz llamó “la tradición de la ruptura”, una adscripción que comparto plenamente.

[caption id="attachment_822" align="alignright" width="300"]Dore Ashton, Remo Guidieri y Martín Chirino en la inauguración de 'A rebours' ©Nacho González Dore Ashton, Remo Guidieri y Martín Chirino en la inauguración de 'A rebours'
©Nacho González[/caption]

Cuando tuve ocasión de tratarla de un modo mucho más próximo y continuado, fue en Las Palmas, a principios de los años 90. Tras el éxito que había constituido la exposición inaugural del CAAM, ‘Surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo’ -que contó, incluso, con la presencia de Maud Westerdal y de Elisa Breton, la viuda del fundador del Movimiento Surrealista-, otra de las muestras emblemáticas fue ‘A rebours (a contrapelo). La rebelión informalista, 1939 – 1968’, que le ofrecimos comisariar, justamente, a la persona más indicada para ello, la gran especialista en los expresionistas abstractos de Nueva York: Dore Ashton. Fue todo un lujo que ella aceptara nuestra invitación, y que llevara a cabo una exposición, sin duda, ambiciosa, que abarcaba un centenar de obras de más de setenta artistas. Y su factura fue tan trascendente, que, al verano siguiente de su inauguración en Las Palmas, en abril de 1999, la muestra se exhibió también en el Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid, para pasar luego al IVAM de Valencia. Así, en Las Palmas, en las semanas previas a la inauguración, tuve tiempo para charlar muchas veces con Ashton. Recuerdo su insistencia en una idea que yo suscribo: “Lo importante son determinados artistas, con sus universos singulares, y no las corrientes en sí mismas, tan peligrosamente sujetas al vaivén de las modas”.

Siempre me interesó esa concepción individualizada del arte, tan suya, a la búsqueda de captar la máxima excelencia. Una idea de su gran calado y ambición intelectual la da el reconocimiento de un escollo que trató de superar: “Sé que es difícil, pero uno de los principales retos para los críticos es poder atrapar formalmente la inteligencia de los artistas”. Con respecto al ámbito de la escultura, dijo unas palabras críticas que tengo como lectura de cabecera, y que ahora, para no tergiversar a la autora, prefiero transcribirlas:

“La historia de la escultura moderna se escribe con mucha frecuencia en términos de unos estímulos y las respuestas que suscitan, haciendo harto difícil luego el imaginarnos la trayectoria individual de un artista singular. En su facción más irracional, la crítica contemporánea ha prácticamente eliminado al individuo, representando al artista como síntesis de diversas fuerzas, a las cuales prestan mucha más atención que a las obras de una persona real e identificable. Yo tiendo a pensar en términos de una historia paralela que considera las costumbres del ‘homo faber´, costumbres que perduran aún en el seno de la tecnología moderna. Esta arcaica concepción que tenemos del `homo faber´, lo interpreta como alguien que fabrica una cosa por el prurito de fabricarla: por el hecho de dar forma a cualquier cosa disponible, por el mero placer de hacer algo que empieza siendo amorfo y adquiere posteriormente la forma. Evidentemente, esta persona (incluso en Altamira, es obvio que allí trabajaron artistas como individuos) nace en alguna parte, huele determinados olores, come ciertas cosas, y contempla un mundo particular”.

En una palabra, Dore Ashton conminaba a explorar en las raíces singulares del arte y del artista. A tenor de la muestra ‘À Rebours’, me explicó que, para su criterio de selección, solía reparar en “lo común de las diferencias” entre los diversos artistas. Así, explicaba que todos los que integraban su selección para formar parte de aquella histórica muestra contaban con un bagaje único: “Una auténtica experiencia personal –decía- que sólo se podía transmitir mediante el lenguaje pictórico”. Coincidíamos en las tesis de que fue un periodo clave para el arte del siglo XX: “1939 – 1968”; una etapa realmente ardua y convulsa, con el detonante de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto judío, la bomba atómica…, y hasta la implosión de los movimientos contraculturales en el 68: Berkeley, el Mayo francés, etcétera. Las respuestas de los artistas fueron igual de complejas y convulsas que el entorno. Dore Ashton insistía en que, de algún modo, las heridas y convulsiones de ese período siguen vigentes y lo seguirán por mucho tiempo. En aquella exposición aparecían obras de nombres propios que resultan imprescindibles para informar no sólo el arte, sino también el imaginario de nuestros días, como Pollock, Rothko y otros miembros de la New York School.

Como explicaba ella misma en el catálogo de aquella muestra emblemática, a partir de 1939 cualquier manifestación artística está unida al concepto de crisis, y lo relevante es la respuesta vital y existencial de los artistas. "Los pintores son intelectuales, que transforman y trascienden el horror del ser humano", decía ella, un veredicto con el que estoy perfectamente de acuerdo. También explicaba que, justo tras la Segunda Guerra Mundial, se iniciaba una automatización que acababa con la aureola romántica del “arte entendido con mayúsculas”. Es lo que ella reivindicaba, y ante lo que, tal vez, no deberíamos bajar la guardia, al menos en teoría. Se trata de mantener un afán creador y “una duda metafísica”, decía, intrínsecos al verdadero artista. En última instancia, se trata de una pasión. Yo mismo lo he reclamado muchas veces, y ahora se lo quiero dedicar a su riguroso ejemplo: “Sin pasión, no hay vida”. Descanse en paz Dore Ashton.

Martín Chirino

La respuesta está en ‘el viento’

  La crítica e historiadores neoyorquina participó en numerosos catálogos y estudios sobre la obra de Martín Chirino, de los que extraemos algunos fragmentos

Henry Moore dijo en cierta ocasión que cuando a un escultor se le mete una forma en la cabeza se identifica con el centro de gravedad, la masa y el peso de dicha forma. Chirino emplea el mismo vocabulario de la espiral y, tras identificarse con su centro de gravedad, proyecta hacia el cielo su perfil lineal como un lazo o como un ‘boomerang´ que inevitablemente regresa a su centro. La asombrosa sencillez del volumen virtual que consigue en su obra no niega su movimiento dinámico.

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Labor de Hefesto -el único artista mencionado en ‘La Ilíada’- surge de un relato poético de la existencia humana, de las estaciones y de las empresas artísticas. Ciertamente, sólo Hefesto ofrece un relato cósmico de la existencia humana en toda la epopeya. ¿Y acaso Chirino no ha manifestado en más de una ocasión el deseo de expresar "todo un cosmos"?. Técnicamente un cosmos es algo que posee armonía y orden, un sistema cerrado en sí mismo, pero los vanguardistas lo dotaron de un significado más activo. Para Klee, por ejemplo, era una fuerza generadora, y declaró: "Toda semilla es cosmos".

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Con demasiada frecuencia se incluye a Chirino únicamente en la tradición española. Esta tradición, como es sabido, cuenta con una larga práctica de rejas y balcones de hierro forjado. Pero Chirino, si bien honra esta tradición, nunca se ha limitado a una tradición única; como animador de la vida cultural, especialmente en Las Palmas, donde dirigió el programa de un extraordinario museo moderno, dejó muy claro que su perspectiva era tricontinental, que incluía las culturas africana, europea y americana. En todas sus obras se observan huellas de estas tres culturas, siempre de un modo sutil. Si fuera preciso clasificar a Chirino en una tradición, ésta sería la tradición occidental que arranca desde Homero. Y si quisiéramos relacionar su obra con la escultura norteamericana del siglo xx, deberíamos señalar que, a diferencia de sus colegas americanos, Chirino jamás temió la elegancia y la finura. Angel Ferrant ya reparó en que el principal impulso de Chirino era una "austera serenidad”, motivo que perdura a lo largo de toda su trayectoria artística y que se convierte en su rasgo más característico.

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En pocos años, Chirino pudo reflejar toda la fuerza de su búsqueda de la metáfora en El Viento de Canarias, de 1976. En esta obra, los giros de la espiral sugieren claramente y de forma general los cuatro vientos. Esta pieza está realzada por la potencia de las fuerzas invisibles que presionan el compacto bucle de hierro, obligándolo a girar. Este símbolo se abre a múltiples asociaciones. Podríamos pensar en los modelos del universo del Renacimiento, como el antiguo planetario que ilustraba la teoría heliocéntrica de Copérnico. O en los vientos cambiantes que barren la isla de Chirino, inclinando los árboles, los arbustos e incluso las rocas. No son vientos cualesquiera, sino vientos específicos, particulares: el viento del marinero, el del campesino, el del mitólogo. Y todos ellos se funden en la reducción que ofrece Chirino de un cuerpo girando sin descanso en el espacio.

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Chirino, como tantos otros europeos a raíz de la guerra, nunca se sintió atraído por los ensamblajes. Desde el momento en que empezó a forjar, más que a tallar o modelar sus esculturas, se propuso "extraer" de sus materiales las formas básicas que estarían presentes en toda su trayectoria como escultor. "Extraer" es como en alemán se dice "forjar' algo muy alejado de la amalgama de formas dispares que constituye un montaje.

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Quizás exista un impulso reflexivo dentro de su investigación prolongada de la forma y la función de la espiral. Quizás se trate de algo muy personal, algo que añora una forma determinada que pueda de alguna manera comunicar lo que él siente más profundamente. Y esto simbolizará lo muy extenso de la forma espiral, tanto imaginativa como materialmente, una de las más arcaicas y más omnipresentes en la historia del homo faber. Existen aspectos importantes de la forma espiral que se acoplan a la visión de un escultor. Por ejemplo, da igual lo fantástico y lo salvaje que sea un motivo espiral, ya que siempre tiene un centro, un eje, un principio de equilibrio. En el corazón de una espiral está la vertical virtual y erguida, la vertical de la línea matriz, que es el primer aliado de un artista, como una vez dijo Matisse. Los escultores, que siempre tienen los pies en la tierra, deben conocer la sensación de la verticalidad intrínsecamente, en sus huesos, y al intentar articular todo aquello que no es cuerpo físico, o sea espacio, no pueden ignorar su propia "verticalidad" por centro de gravedad.

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Ningún escultor olvida su condición vertical, ni la tierra horizontal que está bajo sus pies. En especial, ningún escultor moderno puede olvidar su deseo de desafiar la gravedad; elevarse por encima de sus límites hasta su fuerza. Una de las razones del impulso lineal en la historia de la escultura moderna fue precisamente el intento de emancipar las formas de la materia inerte, que siempre se ven empujadas hacia abajo. Los volúmenes transparentes que crearon los artistas de la modernidad todavía coleaban en la memoria de Chirino, pero no había renunciado a ese otro recordatorio de los seres: la masa. Tampoco había olvidado la importancia de las escalas expresivas. Las escalas son uno de los recursos artísticos más misteriosos.

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La cara oculta, o más bien la máscara, se presenta de nuevo como una prenda que se asemeja a un casco y que podría considerarse como la máscara de una máscara. Todas esas máscaras, todos esos encubrimientos y confesiones han estado siempre presentes en la obra de Chirino. La propia escultura -sus superficies flexibles, bruñidas y curvas- demuestran que Chirino había recuperado las propiedades sensuales de la masa. La luz que incide sobre las superficies dirige al ojo hacia adentro, hacia un espacio virtual, aunque claramente articulado. A pesar del espesor de sus volúmenes de hierro forjado, la pieza llega al suelo gracias a una ligereza que surge como por arte de magia. Todas estas características y muchas otras pueden atribuirse a un escultor maduro, sensible y dueño absoluto de sus recursos.

 Dore Ashton

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